lunes, marzo 09, 2020

Zárate es a Gesell lo que Ongania fue a Videla

Por la disociación histórica de la política argentina   

Eduardo Saguier

La disociación histórica que padece la política argentina vino acentuándose progresivamente con el negacionismo de la dictadura de Ongania, especialmente cuando se discutió en el seno de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) los crímenes de lesa humanidad producidos durante el Proceso (1976-1983) y también cuando se polemizó alrededor de la teoría de los “Dos Demonios” 

¿Acaso fue justo enjuiciar al Proceso disociado de la dictadura de Ongania (la llamada Revolución Argentina, 1966-1970), que la precedió en apenas un lustro (cinco años)? ¿Es posible que la dictadura de Ongania transcurriera inadvertida para la CONADEP? ¿Que se negara en la práctica el daño que significó para las libertades públicas y para los DD.HH (consagrados por la Asamblea de las Naciones Unidas en 1948)? ¿Que sus autores nunca fueran judicialmente procesados ni condenados? 

Una dictadura, por más blanda o incruenta que haya sido debió ser juzgada. 
Acreditado su contenido fundacional con el Acta y los Estatutos, con la prohibición de los partidos políticos, con la anulación de la autonomía universitaria y con el blindaje de la Curia Eclesiástica, era razonable sospechar que la impunidad de la dictadura de Ongania podía desatar una nueva dictadura, como efectivamente ocurrió cuando asumió Videla, aunque esta vez con un raid genocida sin precedentes. 

 También se alegó para reforzar la impunidad de las dictaduras militares latinoamericanas - las blandas y las duras- que su contexto externo correspondió al período de la Guerra Fría impuesta por las potencias occidentales mediante la Doctrina de la Seguridad Nacional (1945-89). Con ese sofisma justificador, por no haber tenido que purgar un juicio como el del Tribunal de Nüremberg, que condenó al nazismo, se sostuvo que la Guerra Fría (Vietnam, Argelia, Chile, las represiones del Bogotazo y del Cordobazo) pudo perdurar impune en el tiempo. Al no haber existido un tribunal internacional que juzgara con efectividad punitiva los delitos contra los DD.HH., la falta de escarmiento propagó una tolerancia permisiva donde todo valía con tal de vencer (el Tribunal Russell que juzgó la Guerra Fría careció de poder efectivo alguno). 

 Esa tolerancia incubó una enfermedad contagiosa, que se extendió como una metástasis por todo el cuerpo social y político. 

 Los sucesivos gobiernos de Cámpora y Perón (1973-75), pudiendo judicializar los crímenes políticos de Ongania y sus generales, no lo quisieron hacer. Tácitamente alegaron razones políticas que tenían que ver con la represión ilegal, que el Peronismo en el poder – conjuntamente con la Triple A y la Juventud Sindical como fuerzas de choque (análogas a la Alianza Libertadora Nacionalista que quemó las iglesias en junio de 1955)- estaba llevando a cabo contra las organizaciones políticas beligerantes, las que habían declarado unilateralmente la lucha armada, inspiradas en la épica guerrillera del Ché Guevara.

 El proceder ilegal y criminal del Proceso fue corroborado más tarde por el mismo candidato presidencial peronista en campaña (Ítalo Luder) cuando en 1983 confirmó la auto-amnistía decretada por el último Comandante del Proceso, al prometer perdonar a los incursos en delitos de lesa humanidad. 

 Y cuando la UCR asumió la presidencia en 1983, trece años después de la destitución de Ongania, se argumentó que juzgar su dictadura excedía el juicio que Alfonsín llevaba contra las Juntas del Proceso, por implicar delitos entonces prescriptos. No obstante, pese a todos los reparos y excusas legales, Alfonsín no podía dejar de impulsar el procesamiento de Ongania por estar fuera de toda duda la inmediata conexión intelectual y política entre ambas dictaduras, al extremo que sin la primera la segunda no habría existido, y tampoco habrían existido las organizaciones políticas armadas ni la Teoría de los Dos Demonios. 

 Si bien detener a Videla era un reclamo unánime, el asunto dificultoso era detener a Ongania, quien había sido sostenido por el fundamentalismo nacionalista-católico de la Iglesia preconciliar, con raíces políticas en el Lonardismo que buscaba perpetuarse en el poder (Ongania falleció recién doce años después, en 1995) ¿Qué es lo que ocurrió para que Alfonsín ni siquiera pensara en incriminar a Ongania? ¿Acaso fue que el designado Presidente de la CONADEP, el escritor Ernesto Sábato, había apoyado públicamente el golpe de estado de Ongania, tal como lo recuerda Osvaldo Soriano en el debate que se suscitó a propósito de la crítica a la Teoría de los Dos Demonios? ¿O más bien influyeron en esa decisión los aduladores del Tercer Movimiento Histórico, escribidores del Discurso de Parque Norte (1985), o los cortesanos del culto al líder providencial, agazapados en las trastiendas del poder como el caso del Grupo Esmeralda (Josefina Elizalde, 2009)? 

 Es precisamente hoy, por toda esa acumulación de capitulaciones y adulaciones, que nos atrevemos a sostener que Zárate es a Gesell lo que Ongania fue a Videla. ¿Acaso esta regla de 3 simple es la clave profética de la metáfora argentina, que los políticos oportunistas, los burócratas sindicales beneficiarios de las dictaduras y aliados a la Triple A, los intelectuales claudicantes, y las aves negras de la rapiña judicial buscan negar para poder seguir lucrando de sus “zonas liberadas” (hicieron de la rama penal del derecho público un feudo propio para sus extorsiones privadas)? 

Para ese silogismo de relaciones proporcionales, pero expresado con imputaciones más ajustadas al caso, concluimos que la impunidad de Zárate es a la criminalidad de Gesell, lo que la impunidad de Ongania fue a la culpabilidad genocida de Videla. 

Más evocadoramente, así como la humanidad ha escrito su historia con sangre, en forma análoga Nietzsche nos intima a rememorar que la lengua ha sido también una metáfora de la sangre (William Ospina, 2009). 

Poniendo al descubierto entonces la vida anónima y secreta de la metáfora argentina confirmamos que la patota y la impunidad son delitos y excepciones del derecho y que ambos han subsistido por estar fundados en una patología profunda, cuya medicación se ha venido boicoteando reiteradamente. Los síntomas mudos de esa patología se han multiplicado hasta alcanzar en nuestro país una dimensión salvaje que puede derivar en otra tragedia social, aún más grave todavía. 

 Está demás, y no es necesario probar, que los crímenes de las dictaduras militares estuvieron patrocinados por conspiraciones golpistas premeditadamente delictuales, desde La Fronda de Pancho Uriburu en 1930, el llamado GOU (Grupo de Oficiales Unidos) en 1943, y el semanario Primera Plana de Jacobo Timerman en 1966, hasta la ESMA durante el Proceso. 

 Pero los regímenes políticos nacidos con el retorno de la democracia en 1983 estuvieron también incursos en acuerdos impunes como el Militar-Sindical, el de Semana Santa, y el Pacto de Olivos, y posteriormente en planes sistemáticos de apropiación privada de los recursos públicos también impunes, por cuanto sus condenas vienen siendo encubiertas con los fueros legislativos (Oscar Landi, 1991). 

 Los políticos, sindicalistas, intelectuales, jueces, fiscales y convencionales constituyentes de esa endeble democracia dieron lugar con sus claudicaciones a una serie de impunidades obscenas, que también se debieron incriminar penalmente. 

 ¿Acaso la política argentina actual no está conformada a lo ancho y largo del país por patotas asociadas para delinquir? 

No hay acaso multitud de provincias y municipios gobernados por clanes parentales más afines al delito (abuso de poder) que al derecho? 

¿Acaso no hay patotas de profesores en las universidades, de médicos en los hospitales, de periodistas en los medios, o de científicos en el CONICET? 


 Hacerse el distraído, o fingir adrede falsamente que vivimos en una democracia porque periódicamente hay elecciones, y sostener desembozadamente que esos pactos no escritos fueron “conductas patrióticas”, son hipocresías que se extinguen cuando la marea baja, cuando arroja a nuestras playas los náufragos abandonados, sacrificialmente inmolados en el altar de la república perdida.

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